Siempre sentí atracción acerca del origen de las palabras. Sin embargo, cuando me matriculé en los primeros años setenta en la Facultad de Filosofía y Letras, no elegí la Lingüística sino la Historia. Lo que no ha sido óbice para que con el tiempo mi aficción etimológica se haya acrecentado. Y es así como entre mis contactos con otros internautas he conocido a personas tan interesadas como yo en la etimología, como Félix Gómez Galán, que trabaja en la compañía aérea Iberia y que me envía, de vez en cuando, alguno de sus descubrimientos acerca del origen de las palabras. Hace un mes Félix me remitió sus indagaciones acerca de una palabra tan castizamente española como la palabra "tapa". Según me refería Félix el nombre de "tapa" pudiera proceder de un inveterado uso de las antiguas paradas de postas, lo que hoy serían las estaciones de autobuses. Mientras la gente esperaba a que llegase la diligencia, era costumbre pedir algo para beber.

Como frecuentemente, antes de que llegase el carruaje esperado solían pasar otros, y como no estaban asfaltados los caminos, se generaba un ligero polvillo en el ambiente. Al posarse el polvillo sobre la superficie de la bebida, que acostumbraba a ser vino, formaba sobre el líquido una capa de desagradable aspecto para el bebedor, por lo que algún avispado tabernero decidió colocar sobre el vaso una rodaja de embutido a modo de "tapa" que evitase este inconveniente.

Los indicios apuntan a que el invento de la tapa se produjo en algún lugar de Andalucía, aunque dudo de que entre esos hipotéticos lugares figure el nombre de Córdoba, no sé si por la fama de roñosos atribuída a nuestros antiguos taberneros o por la falta de costumbre, vaya usted a saber. Desde luego nuestros hosteleros no son tan espléndidos como los de Jaén o de Granada, que casi te invitan a comer con cada consumición, pero algo hemos avanzado en lo relativo a la costumbre de la tapa acompañante. Sea cual sea su origen verdadero, el rito de la tapa nos vincula a la leyenda de nuestros bodegones, tan celebrados como algunos de los que se exponen en el Museo del Prado y que, según me dijo en cierta ocasión un amigo que trabaja en la pinacoteca, a determinadas horas de visita no sólo provocan la contemplación estética sino la gastronómica. Los bodegones, aunque sean imperfectos, atraen la mirada como ningún otro tipo de pintura. Todo es, naturalmente, según las horas. Así me contaba mi amigo que el cuadro de Velázquez "Vieja friendo huevos" tiene casi tantos visitantes extasiados a la hora del mediodía como el más atrayente de los desnudos de Rembrandt. Hay un referido de don Ramón Carande, historiador de la economía española en tiempos de Carlos V, acerca de un viaje que realizara a Toledo en compañía de otros investigadores históricos. Paseando por la ciudad a la hora en la que el hambre amenaza con convertirse en canina, divisaron una tortilla con una pinta buenísima expuesta en el escaparate de un bar y sin mediar palabra él y sus acompañantes se dirigieron al establecimiento, con la mala fortuna de comprobar que por encima de la tortilla de patatas había un letrero que decía: "vendida". No contaba el señor Carande la desilusión que les produjo a sus estómagos tan doloroso descubrimiento, pero podemos imaginarla. A mí me ocurrió en cierta ocasión contemplando una película americana con el estómago vacío. Me entraron deseos de abandonar el cine y encaminarme al bar más cercano, sólo que la persona que me acompañaba no lo hubiera entendido.

El caso es que la tapa o el aperitivo, especialmente a la hora del mediodía, suele caer como un regalo de los diosecillos gastronómicos (y más si va acompañada de gratitud, que hay quien, arteramente, ya la lleva cobrada en el sobreprecio del vino, de la cerveza o del vermut).

Aunque en la norma gastronómica, como en cualquier otra, hay excepciones. Tal en otro tiempo la de nuestro comediógrafo afrancesado Leandro Fernández de Moratín quién, tras probar en el exilio la suavidad de la cocina francesa, escribió sarcásticas misivas a un amigo del estilo de "Dios te dé los ácidos gástricos que necesitas para tus pimientos en vinagre, tus huevos duros, tus callos y tu tarangana frita". Lo curioso es que todas las cartas terminaban con una coletilla: "¡Esa sí qué es vida!".