Probablemente, a la vista del extraordinario desarrollo que la Arqueología ha experimentado estos últimos años, dando trabajo de paso a cientos de personas, a muchos de ustedes les sorprenda saber que no existe como tal la profesión de arqueólogo. Sí, han leído bien. Hasta el mismo día de la fecha no existe un perfil que capacite oficialmente para el ejercicio profesional de la Arqueología, y mucho menos un colegio de licenciados o de doctores que ofrezca el marco normativo habitual de derechos y obligaciones, como ocurre, por ejemplo, con arquitectos, abogados, veterinarios o médicos, por citar solo algunas de las profesiones con más prestigio y reconocimiento social en España. Quienes ejercemos la Arqueología formamos una simple sección dentro de los colegios de licenciados y doctores en Filosofía y Letras, que en el mejor de los casos han permitido fijar una tabla de tarifas y han puesto a nuestra disposición sus servicios técnicos y jurídicos, sin mayor trascendencia.

La única disposición legal que fija los requisitos indispensables para poder ejercer como arqueólogo la establece el art. 6.a del Reglamento de Actividades Arqueológicas de la Junta de Andalucía, en su nueva formulación de 2003, conforme a la cual podrán solicitar autorización al efecto "las personas físicas, nacionales o extranjeras, que cuenten con la titulación académica de licenciatura en el ámbito de las Humanidades y acrediten formación teórica y práctica en arqueología..."; así, sin más. Quiero decir que se fija un marco excesivamente laxo, por cuanto no se detalla baremo alguno que regule en qué habrá de consistir esa acreditación de formación teórica y práctica mínima necesaria para poder ejercer la profesión, dejando la decisión al criterio discrecional de la autoridad competente. Esto ha provocado mil y un abusos, favoreciendo el acceso a la profesión de recién licenciados con escasísima o nula formación que han contribuido de forma irreparable a la pérdida de documentación histórica, contribuyendo de paso al descrédito del colectivo. Porque, como he afirmado en alguna otra ocasión, para ser arqueólogo no basta únicamente con saber retirar tierra de forma más o menos metódica. Un arqueólogo (que no termina jamás de formarse) tiene que ser capaz de hacer interpretación histórica, sometiéndola al juicio de la comunidad científica y poniéndola en último término al servicio de la sociedad que lo financia. En caso contrario, de arqueólogo solo tiene el nombre.

Justo es reconocer igualmente que la falta de amparo legal de estos profesionales por parte de un colegio oficial propio ha provocado que los arqueólogos libres vengan desempeñando su labor en situaciones de auténtica indefensión, sometidos a mil presiones, cogidos en medio de fuego cruzado, expuestos a tentaciones e intereses que no todos son capaces de resistir, entre otras razones porque viven ajenos a la amenaza de ser sancionados. Son tantos los problemas a los que se enfrentan que el colectivo ha unido fuerzas desde noviembre de 2007 en un Consejo General Andaluz de Secciones de Arqueología de los colegios oficiales de Filosofía y Letras y Ciencias y Asociaciones Profesionales de Arqueólogos, que se ha convertido en su principal órgano de representación. Un poco antes, esas mismas asociaciones habían alumbrado a nivel nacional un Código Deontológico del Profesional de la Arqueología (disponible en internet) que, aun cuando no pasa de ser una simple declaración de propósitos, demuestra un esfuerzo loable por fijar el marco laboral de sus asociados, estableciendo un decálogo mínimo de derechos, pero también de obligaciones, sintomático sin duda de un primer diagnóstico de los problemas que les afectan. Quizá como primera consecuencia positiva de todo ello, los arqueólogos andaluces negocian actualmente el marco legal de su profesión con la Consejería de Cultura de la Junta, que anuncia un nuevo Reglamento de Actividades Arqueológicas para 2009.

Hace falta, en definitiva, clarificar el panorama cuanto antes, aunque para ello sea necesario corregir comportamientos y situaciones poco éticos que en nada vienen beneficiando a la imagen social de la Arqueología, ni tampoco a quienes la ejercemos. Y en ese futuro, que espero inminente, habrán de jugar un papel determinante los nuevos postgrados profesionalizadores (como el que imparte la Universidad de Córdoba en colaboración con las de Huelva, Málaga y Pablo de Olavide), que lanzarán por fin al mercado laboral egresados con perfil y titulación específicos en Arqueología. De esta forma, desde la Universidad les habremos facilitado el camino para poner término a la larga etapa de indefinición y precariedad laboral que han padecido, pero a partir de ese momento dependerá solo de ellos regular adecuadamente la profesión, exigiendo el reconocimiento oficial de la misma y la creación de un colegio propio con autonomía y poder suficientes para asegurar su defensa y expulsar del templo a quienes lo profanan y desprestigian.

* Catedrático de Arqueología de la UCO