En diciembre la ciudad se vuelve inhóspita y agresiva. Duelen las luces que contaminan, los villancicos enlatados, los escaparates que pretenden engullirnos. La ciudad se llena de púas que me hieren. Camino sin reconocer los rincones que tanto amo, como si me llevara una marea de sonrisas prefabricadas y de antifaces que ocultan los rostros. Los curas homófobos le cantan a las familias, sagradas familias que se mienten, que se apuñalan, que comparten langostinos y sonríen falsas a la cuñada envidiada o al hermano egoísta. Ahora toca ser felices, nos lo ordenan desde las pantallas, nos lo prescriben desde los púlpitos, nos lo recuerdan en tarjetas horrorosas las instituciones que a duras penas logran cerrar sus presupuestos. Es la hora de brindar y de engañarnos un poquito más con el perfume que nos vuelve irresistibles, abrazados a una armonía familiar que no es más que un falso salvoconducto para la supervivencia.

La ciudad se convierte en diciembre en un túnel oscuro que respira a duras penas, como si fuera un enfermo moribundo. Tose y tose al ritmo de las panderetas. Vomita tarjetas de crédito, cáscaras de gambas y dulces vendidos al peso en el Mercadona. Los niños se atragantan con los anuncios de canal Disney y lloran caprichosos por el bulevar de los sueños rotos. Comer, beber, ¿amar? Manteles blancos, vajilla de la Cartuja, copas de cristal, tiritas para los corazones partíos . Las madres repasan todas las costuras mientras que los padres sientan cátedra y remueven las copas como si fueran enólogos. Cuando llega el postre, el licor 43 y el Marie Brizard, ya no es posible mantener la compostura y los collares de perlas falsas bien pueden enredarse entre las velas compradas a última hora en el todo a cien.

La ciudad navideña me hiela la sangre y me vuelve a convertir en el hombre que nunca quise ser. El huidizo, el arisco, el insensible, el macho que nunca debe bajar la guardia. Mi yo se disuelve y estoy a punto de evaporarme, perseguido por Jorge Javier y Belén Esteban, que insisten en salvarme con doce uvas. Entonces, comprendo que la Navidad se ha convertido en la metáfora más cruel del mundo superficial, mediocre y cateto que nos ha tocado en suerte. El mundo en el que la Esteban es una reina y en el que un rey que reina pero no gobierna nos recuerda cada nochebuena lo desiguales que somos. Pese a que el Corte Inglés nos insista en que la felicidad está al alcance de todos

Entre la lluvia de este diciembre en el que Eros venció a Tánatos, aunque no ha sido capaz de renunciar a las lágrimas que le recuerdan que está vivo, he descubierto un pasadizo secreto para escapar de los peces en el río. Me he atrevido a descubrir la ciudad invisible que habita bajo los charcos. Dos ventanas, una película, seis novelas. He dejado atrás la cobardía y he buscado el rastro de los adoquines, el silencio de las plazas, el calor de una taza de café. He seguido las huellas que han ido dejado las zapatillas de una atleta y las pistas de un elegante erizo que me ha convencido de que solo desde la ternura es posible abandonar los campos de batalla. Y así, bajo un paraguas con olor a tabaco de liar y chocolate, me he librado del tufillo reaccionario de la nochebuena y he elegido las manos que pueden ayudarme a construir la casa en la que me gustaría morirme comiendo gelatina de azahar. Por una vez en mi vida, he sido fiel a las enseñanzas de Italo Calvino y he sabido reconocer quién y qué en medio del infierno no es infierno. Y le he pedido a los únicos reyes en los que creo que esa ciudad invisible dure, y que tenga espacio, y que mis ojos no dejen de mirarla.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO