Estamos viviendo una época de fundamentalismos y, por tanto, de peligro para las libertades. Cuando creíamos que los principios ilustrados habían conseguido asentarse en unos Estados democráticos y aconfesionales, asistimos con sorpresa a la proliferación de lecturas fundamentalistas de las religiones. Cuando creíamos que en países como el nuestro la transición democrática había culminado, descubrimos que aún sigue pendiente el paso de una confesionalidad encubierta a una concordia laica que favorezca el milagro de la convivencia.

Esas posiciones fundamentalistas se manifiestan de muy diversas maneras. Tal vez la más evidente sea la que pretende convertir las normas de una moral privada en ética común, a través de unas estrategias que solemos criticar cuando las observamos en otras culturas o religiones pero que suelen pasar desapercibidas en nuestra realidad más cercana. Una realidad en la que la Iglesia Católica, como bien ha dicho Juan José Tamayo, sigue siendo "la querida" de un Estado que mantiene sus privilegios y se resiste a consolidar un espacio público laico. Esta anómala situación desde el punto de vista constitucional, que tiene su apoyo legal en unos acuerdos con la Santa Sede que debieron denunciarse hace años, se expande a través del enrevesado juego de complicidades mediante el cual los poderes públicos parecen seguir creyendo que existe una religión oficial. Bastaría con repasar la agenda de algunos alcaldes y alcaldesas de nuestra provincia para demostrarlo. O con revisar las paradojas de una ciudad en la que, frente al "paradigma Córdoba" de Jahanbegloo, el rezo muslumán está prohibido en la Mezquita pero se reza el Angelus en las ruedas de prensa.

Por todo ello no me ha extrañado que la Universidad de Granada cediera la pasada semana ante las presiones fundamentalistas y cerrara la exposición en la que Fernando Bayona proponía una lectura de la figura de Cristo y reflejaba, de manera discutible e inquietante como en cualquier obra de arte, los que podrían ser algunos de los bienaventurados pobres de espíritu en un evangelio urbano del siglo XXI. Aunque el efecto positivo ha sido que se han multiplicado por miles los espectadores de la obra gracias a la polémica generada y al auxilio de internet, resulta lamentable que la Universidad, en lugar de apostar por mantener la exposición, adoptando las medidas de seguridad oportunas, decidiera bajarse los pantalones ante los que pretenden imponerse mediante el miedo.

Tal vez yo sea demasiado ingenuo y siga creyendo que la Universidad debería ser el ámbito donde se alimentaran la libertad de pensamiento, la creatividad y la duda permanente. Porque solo de esta manera es posible que avancen el pensamiento, la ciencia o el arte. Es decir, solo así la Universidad puede cumplir las finalidades que la convierten en una institución fundamental para la salud democrática de un país. Pero es que además es terrible que en una sociedad como la andaluza, tan necesitada de revulsivos que nos permitan dar un salto cualitativo a la contemporaneidad, las instituciones se alíen o, lo que es más lamentable, cedan ante las presiones de los que son enemigos del pluralismo. Una gran paradoja solo entendible desde el enorme peso que la Iglesia Católica sigue teniendo en una comunidad que no ha conseguido desprenderse de algunas herencias que nos recuerdan que no somos tan modernos como en estos días nos dicen los eslóganes de la Junta. En esa transformación pendiente, que tiene ver mucho con la apuesta radical por la Cultura, deberían tener un mayor protagonismo unas Universidades que deberían ser no solo excelentes desde el punto de vista de la docencia y la investigación sino también desde su compromiso con las libertades y la igualdad. Es decir, que deberían ser motor para el progreso y no pretexto para el acomodo, militantes en la disidencia y no comparsas del poder. En fin, todo lo contrario a lo que una iglesia necesita para sobrevivir.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO