Las heridas que deja la guerra, las miserias y las desafortunadas fechorías que se producen como parte inevitable de la vida solo pueden sanarse, para Eteri Bochorishvili, a través de las teclas de un piano de cola.

«Cuando era muy pequeña, mi padre me regaló un piano de juguete sin teclas. Yo había escuchado en la radio algunas canciones con piano y, como este que tenía no sonaba, me ponía a llorar», cuenta, añadiendo, entre las risas que le definen el carácter, que «a pesar de la edad yo llevaba razón, ese piano no sonaba bien».

Con solo tres años comenzó a estudiar música, impulsada por el talento que sus padres descubrieron en ella. Los años posteriores estuvieron marcados por interminables horas de dedicación en el Conservatorio Superior de Tbilisi (Georgia).

Durante esa época, Bochorishvili vivió una vida dichosa dentro de la Filarmónica georgiana, demostrando que no tenía límites en cada actuación. «En el conservatorio tenía una profesora septagenaria, que sufría de diabetes. Me acuerdo que una vez toqué el piano doblando el tempo, muy rápido, y estaba delante de muchísima gente. Ella estaba más nerviosa y asustada que yo y le subió el azúcar hasta 300 pensando que podía equivocarme, casi se muere. Yo por entonces tenía 14 años, y ella se acercó a felicitarme y preguntarme que cómo había hecho aquello», explica con júbilo, desatando una hilera de anécdotas que le recuerdan sus años más boyantes dentro de la música. Para ella, los nervios no juegan en su contra.

Refugiada en el piano

«El piano es mi alma. Durante la guerra, tocarlo y componer canciones era lo único que me consolaba», explica. El conflicto de 2008 entre Rusia y Georgia, su país natal, hizo que cogiera las maletas junto a su marido para marcharse a Lipetzk (Rusia), lugar donde, según les habían contado, gozarían de mayor prosperidad económica. «Pero todo era mentira. Yo vivía asustada, y la música volvió a salvarme una vez más. Encontré trabajo como profesora de piano en el Colegio de Arte y el director, un ruso judío violinista, se convirtió en un gran amigo para mí», añade, aunque, a pesar de todo el trabajo, la remuneración que recibía era muy escasa.

Sin embargo, el golpe más duro vendría a sus 33 años, cuando perdió a su tercera hija durante el parto y estuvo ella misma a punto de morir. Mas tarde, el fallecimiento de su madre y su marido asfixiarían a Bochorishvili hasta caer en una profunda depresión. «No quería sufrir mientras hacía lo que más me apasionaba, y me planteé dejar la música», narra.

Volver a empezar, en Córdoba

En el año 2010, la pianista aterriza en Córdoba y, cinco años después, comienza a trabajar como niñera. «Al entrar en la casa de la señora para la que iba a trabajar vi el piano de cola y me puse como loca. Le pedí que me dejara tocar y accedió. Después, empecé a tocarlo en su perfumería, Sensu III, y ella estaba encantada porque, decía, las ventas de perfumes se disparaban cuando yo estaba. Así hasta el día de hoy», explica entusiasmada.

De tenerlo todo a no tener nada, así fue su vida. Obligándose, además, a levantar cabeza y comenzar a viajar por el mundo, siempre con el piano en el alma, un compañero de victorias y derrotas que supo adaptarse a las necesidades de Eteri.

Hoy, la mujer que estuvo hundida es un carro de felicidad, que interpreta canciones de grandes artistas y compone, sin complejos, lo que su corazón le dicta.