«Se fueron los Reyes Magos, nos quedan los reyes majos». Este título, mis leales, es largo, pero como el contenido es cierto, merece la pena tal día como hoy, 8 de enero del 17, en el que se asegura, y lamento créanme el asunto, que según dicen, avisan, los libros sagrados, no todos, este que se inicia podría ser el año del fin del planeta. Vamos a ver. Por lo visto, por lo leído, un cometa viene desde muy lejos y podría chocar con el nuestro, el planeta azul, el planeta Tierra, cuando llegue agosto, menos mal. Porque nos queda tiempo para hacer algo por evitarlo. Y no es por amargarles el finde, sino porque es mejor advertir que después sufrir lo que se avecina. Menos mal que estamos tan contentos, porque los magos se fueron después de sembrar la ilusión, como siempre se dice en estos casos, entre los más pequeños. Sin olvidar la nuestra, que es más grande, al ver cómo se alegran los que tienen todavía la ilusión que nos falta.

Digo también que nos quedan los majos porque, según la opinión de distintos medios encargados de las encuestas, en todo el mundo, y sobre todo en Europa, aseguran que los reyes más guapos del momento son los nuestros, en lo que estoy de acuerdo, porque no hay más que verlos. Resplandecen. Saben posar, son elegantes, más bien altos, sobre todo Felipe de Borbón; y Letizia, pues ya ven, mejor imposible. Aguantan el primer plano que da gloria y, además, saben estar en casa, aunque sea viendo, como ven, que los jabalíes les comen el huerto con sus patatas, y más todavía, el jardín con sus hermosas flores velazqueñas.

Menos mal que en cuanto se refiere a lo que ahora se lleva tanto y que es la cocina, al papa Francisco, la monja del sabor divino, personaje impar en este tiempo que hace por ejemplo el mejor roscón de reyes de este tiempo, ha descubierto en alta voz que al pontífice lo que de cocina le gustaría ponerle en la mesa vaticana sería salmorejo. Y lo ha dicho en todos los medios, con lo que desde aquí y como corresponde a un medio cordobés que es lo que soy, le declaro a la monja mi agradecimiento y al Papa nuestra recomendación más efusiva. Le irá bien a Su Santidad en el año que estamos, porque va a ser un año duro para todo el mundo, y más sobre todo a él, que en su corazón lo que quiere es arreglarlo. Suerte, santo padre.

Mientras tanto, decirles quiero que es mi deseo darle las gracias al presidente de Prisa, Juan Luis Cebrián, buen periodista, que fue mi redactor jefe en su tiempo, y en dos sitios distintos, porque habla de mí en su libro de memorias, primera parte, al menos de una forma simpática, como lo hace también de mi compañero, que en paz descanse, el cordobés Felipe Navarro, Yale, con el que hice pareja profesional, en todos los medios y durante mucho tiempo.

Gracias, eso sí, al maestro Cuenca Toribio, que me ha descubierto que estaba en el libro, aunque pensaba leerlo, pero no tan pronto. A la vez, me ha puesto en pie el deseo, inmediato, de escribir mis memorias, o lo que sea, que ya les he dicho mucho tiempo atrás que se llamarían Oro, incienso y mierda, y no es por señalar, sino porque lo llevo en la cabeza desde hace muchísimo tiempo. Y más después de leer la entrevista en esta última página, de hace unos días, con Sandra Barneda, que ha escrito un libro titulado Hablarán de nosotras, galería valiente de mujeres que «pecaron», como ella misma dice, y que hará otro ya, pero ya, en el que estarán, por ejemplo, la duquesa Cayetana de Alba y Lola Flores. Vaya por Dios, de las dos he escrito sus memorias y a las dos las conocí y mucho. Igual me nombra, aunque mejor en el tiempo que vivimos es pasar desapercibido.

Quiero recordar hoy a Anita Marx, la mujer de Manolo Escobar, que tan cerca estuvo de él. Es hermoso recordar que la última vez que con él estuve, ya habitado por «lo que no perdona», me cantó en público y por mi deseo especial su ¡Viva España! Fue en un pueblo de la Subbética nuestra. Y al final, caminando bajo las estrellas, me dijo echándome una sonrisa triste.

-¿Te acuerdas cuando te lo canté por vez primera?

-Sí, maestro.

-No me llames maestro. Manolo, como siempre, que nos conocemos desde niños. Fue en Düsseldorf, en Alemania, en aquella fábrica de coches donde había tantos andaluces y yo iba desde España a cantarles…

¡Adiós, Anita!, que nunca perdiste el acento de tu tierra; sin ti, el milagro Escobar no habría sido posible. Fuiste, más que su guitarra, su vida, su compás, su duende.

Siempre quiero que haya en el perol un chorreoncito de limón, ya saben, porque es a lo que sabe, habitualmente, la fruta de mi memoria.