Estos días lo he leído, en nuestra casa se ha dicho. Un banco de oro para Córdoba. Que me da pie, pierna incluso, para escribir lo de hoy. Aunque no quiero empezar sin decir lo que hace poco dije en el día de la madre.

Hoy es el día del padre, vale, pero también lo es además de hoy, ayer lo fue, y habrá de serlo mañana, que ya lo dice la copla. Que padre no hay más que uno, y a ti te encontré en la calle…

Continúo, que hoy tengo el día poético... a ver cómo lo resuelvo. ¡Tantas veces buscando la isla de oro, sobre todo por Colombia, y resulta que yo la tenía tan cerca! Recapitulemos. Color amarillo del membrillo. Claro que sí, y el mejor del mundo ya saben que es el de Puente Genil.

Color del oro, en cualquier rincón, de la ciudad o de los pueblos. El oro de los trajes de luces del Museo Taurino, aunque a veces lleve sangre como pasa por la vida. El oro de esa Córdoba que se ve desde el otro lado del puente, en esa terraza del hotel, Córdoba de oro. Y plata.

El oro del río padre, que aprieta la cintura femenina de Córdoba, al atardecer. El oro de cuando Mercedes era rubia, que ahora lo sigue siendo.

El oro de las piedras del Alcázar de los Reyes Católicos, donde se casó mi hijo Escolástico, aquella noche inolvidable. Por cierto, que he sentido mucho el adiós de aquel buen alcalde que los casó aquella noche, Andrés Ocaña.

El oro del pelo de Susana Díaz, que está más cerca de dar el sí, aunque ya sabe decirlo. El oro de los versos de nuestro poeta mayor del reino, don Pablo García Baena, que sigue escribiendo.

El oro de la memoria. Acabo de ver aquella piscina en forma de guitarra de José Luis Martínez (José Luis y su guitarra), en su casa del Brillante, cuando hablamos de Gibraltar, que está cada día más cerca, y arriba nuestra bandera…

El oro de los oreros. El oro de los barrancos, que ya estoy deseando que esté en la calle la tapa de los Semanales del Río. El oro de los viejos cantes, el oro de los chiqueros. Yo he buscado a los últimos buscadores de oro por el mundo entero. En Río Grande, en Costa Rica, he visitado el Museo del oro de Bogotá, formidable, y el de Lima sobre todo, pero el oro más fascinante, el de aquel traje de Manolete, por dos veces en mi crónica, con sangre ya seca, rosa pálida, en aquella vitrina que me enseñó en la plaza del Hacho, en Lima, ni más ni menos que aquella dama a caballo que se llamaba Concha Cintrón, y que me hablaba admirada de nuestro Cañero, sobre aquella yegua que llegó a ser una leyenda... ¡Cuánto oro en mi memoria! El oro del huevo frito en el Churrasco de Rafael Carrillo, de la Judería… Ese oro del talento a ver si no, en ese coche, casi de cuadrilla, aquí en Madrid, donde escribo, a la altura de la plaza de Chamberí. Un verso suelto, un ripio, la lealtad a las raíces: Córdoba te quiero yo más que a la madre que me parió.

Los cobres tirando a oro, ese dorado de los panes de El Vacar, recién salidos del horno, pan de dioses sin duda alguna.

Los oros de la Semana Santa. Por cierto, que no quiero olvidarlo, he encontrado, por fin, la vasija en la que echar mis cenizas, después de que el fuego queme, si es que puede hacerlo todo lo que en mi vida hice de malo o bueno, más de lo primero que de lo segundo...

Ya lo he dado por escrito. Es esa jarra de barro que un día me dieron en Montilla. Mi homenaje a las dos aes de mi vida, Andalucía y América. En el barro han puesto un nombre: Casa del Inca Garcilaso.

Se lo debo a este enorme cordobés, gran cronista de la vida de dos tierras que acercó con su talante, con su talento también, la de la América nuestra, la de Andalucía también. Y que sin estar estuve en el homenaje a Victoriano Valencia, gran torero, en el que volvió a resplandecer la belleza formidable de nuestra Paloma Cuevas, esposa de Enrique Ponce, académico y sereno.

Y el oro de ese libro que ya leo y recomiendo, donde sin haber hay tanta Córdoba dentro, lo ha escrito la periodista Viruca Yebra, y se llama El fuego del flamboyán.

Oro puro hecho palabra escrita. El recuerdo, la nostalgia, la pasión.

Hace unos días lo presentó Mercedes Valverde en Córdoba. Se está vendiendo que da gloria. Más les digo, mis leales. Y además editado por nuestra Almuzara que, por si fuera poco, ha hecho posible el milagro de que vuelva a leer al poetazo Constantino Kavafis. Que parecía escribiendo que hubiera nacido en Córdoba. Aquel que fue capaz de escribir aquello de:

«El oro es el silencio

y la plata es la palabra».

Por eso, punto y termino. Córdoba de los silencios.