Recuerdo a don Luis de Gongora y Argote. ¡Tantas veces y en tantas ocasiones he contado y escrito de él! He visitado multitud de veces su tumba en la Catedral (Mezquita o Mezquita-Catedral de Córdoba) porque, como añado siempre, «ver si se me pega algo, que buena falta que me hace». Y más aún viene Góngora a mi memoria cuando he sabido que, con una muy buena idea, la primera ministra del Reino Unido, Theresa May, acaba de crear en su gobierno un Ministerio de la Soledad. Buenísima idea, sin duda, que en el Sur tanto se necesitaría. Ya saben que hay una frase que dice que «la soledad, con dos, es la mejor». Cierto. Pero permítanme la pregunta: en este tiempo que vivimos, y estando de acuerdo en la soledad acompañada... ¿dónde está el otro?

Por eso me permito, aunque parezca que no viene a cuento, hablar del Ministerio de la Soledad y relacionarlo, como nuestro, nuestrísimo, poeta que escribió Las Soledades, que vino al mundo en la Casa de las Pavas y que escribió tanto en Trassierra.

Pues aquí me tienen, pidiéndole a quien sea que le mande un ejemplar del hermoso libro hasta Londres. Aunque siempre estemos discretamente cerca. Y es que en estos días me he dedicado a saber de nuestro gran escritor barroco. Tan cercano a mí en tantas cosas, en tantas formas, aunque respetando siempre a su favor, claro, la distancia.

Así, aprovecho para decir que acabo de recibir (qué gozo, qué gran alegría) el por ahora último libro del maestro Alejandro López Andrada, que escribe tanto y tan bien con nosotros en este periódico. Un libro de nombre cercanísimo: Los años de la niebla, los últimos pastores. La obra tiene un prologazo del maestro también José Manuel Caballero Bonald, con el que hice un día un inolvidable viaje a Cuenca que figurará en mis memorias, cuando me decida, que no me decido, a escribirlas. Dios sabe por qué razón. Aunque sería un buen sitio el hacerlo, ya mismo, que no se me va de la cabeza, en esa Sierra Morena, insisto, nuestra, donde vivió en su día y en donde escribió tan hermosas cosas Góngora. Ya digo que he leído mucho de lo que escribió en su vida, y tan cerca me encuentro del escritor que como él me llamo Escolástico. No tengo que añadir más, que a las pruebas me remito.

Por todo ello he sabido cosas del escritor cordobés, por ejemplo, que hay una ruta gongorina, que les recomiendo. Y añado que Góngora está en la letra G de los grandes de la poesía: como el Inca Garcilaso, del que tan cerca estoy también por el espíritu de América, y de nuestro García Baena, que se nos acaba de marchar y del que tanto escribimos. Y yo el primero, claro. Más aún cuando acabo de saber que pronto dará un concierto en Córdoba Joaquín Sabina, poeta a su manera también, con su bombín oscuro y su voz ronca, acusadora y poética, tan cerca (claro que sí) de don Luis, el nuestro, el renacentista.

Por cierto, un libro de Góngora ya ocupa una de mis mesillas de noche, unos pequeños muebles de colores hechos en México. En Puebla, para más señas. En la otra mesilla está ese Cristo de olivo que me traje de Baena un día, que cuando llega la Semana Santa, les doy mi palabra de amor, llora aceite puro de oliva, nunca mejor dicho, virgen...

Para soledades, las mías. Y para frases sueltas, de libro siempre, las de don Luis, que han merecido volúmenes enteros de pensamientos. Me gusta de pronto Góngora, yo que soy de la tierra de Federico García Lorca.

Es curioso. Es hermoso... otra vez un poeta con la letra G, como poeta encadenado a la metáfora pura y dura, de la que fue tan cercano siempre Federico.

Me dicen, ahora mismo, que vuelve Pepín Liria a los toros, cosa que me parece bien. Sobre todo tras haberme enterado de que cierran la escuela taurina de Madrid que, además, se llama Marcial Lalanda, aquel del que decía el pasodoble «Marcial, tú eres el más grande» y al que entrevisté aquel día en su casa del barrio de Chamberí. Me dijo que «ese pasodoble mío, al que le valía de verdad era a Manolete, que toreaba mas cerca que ninguno de nosotros», lo que hago público para general conocimiento de propios y extraños, y aunque a veces se critique, que es lógico que se haga, que tanto hable y escriba del torero cordobés un día sí y el otro también.

Más cosas que he sabido: ahora de ese otro cordobés universal que se llamó, que se llama, Maimónides, en un libro, breve pero bravo, de Juan Félix Bellido, impreso bellamente por la editorial El Almendro, de Córdoba. Sefardí, como yo, que nací al pie del castillo de Piñar, el último coloso de piedra (ahora un coloso de hiedra) de mi geografía nazarí. O sea: como si fuera de Córdoba.