No sé si con tantos peroles como llevamos este titular ya lo escribí algún domingo. Pero lo cierto es que es cierto, sin duda. Mentiras, disparates, obsesiones, maldiciones, que dicen que han dicho que dicen, lo que va y lo que viene. Verdades sin confirmar, mentiras que son verdades, verdades que son mentiras… ¡Qué quieren que les diga! Pues que llegó la primavera, aunque ya saben el refrán. Hasta el cuarenta de mayo, no es bueno quitarse el sayo. Por eso a veces me callo y no cuento lo que sé, porque en la ley de la prensa, y también en la radio y la televisión, cuando se sabe una cosa, lo primero es saberlo bien; esto es, concretarlo, así que con el bulo andamos hasta que no lo confirmamos. Pero en fin, en este perol de hoy, lo que digo lo demuestro. A saber.

Por ejemplo, Ortega Cano está con el corazón herido porque el toro de la vida le ha dado una cornada seria, de las que no sueltan sangre. Una más de las cicatrices que no se ven, las de dentro, que son las que más duelen. Yo sé que tiene la culpa, entre otras cornadas antiguas, la de la vida que lleva su hijo José Fernando. Un muchacho con problemas, aquél que un día de hace años, en Yerbabuena, me preguntó cara a cara a la puerta de su casa.

--¿Y qué hace usted aquí?

Y le respondí con un cestito de ramas de olivos que me había regalado su hermana, del olivo que se veía en el jardín trasero.

--Nene, quiero que sepas que antes de venir tú de América ya estaba yo en esta casa.

Siempre le dio problemas. Íbamos juntos un día a la ermita de las campanas, donde se casaron su padre y su madre, y yo caminaba radiante, emocionado. Rocío Jurado, que sigue siendo la más grande, iba a cantarme, a mí solo, la Salve marinera. Y de pronto, en la mitad del camino, José Fernando que se tira del caballo, y grita fuerte: «¡Yo me voy andando!».

Siempre rompía el protocolo de aquella familia que le convirtió en su hijo. Por eso sé que al torero lo que le ha devuelto a la cama del hospital es esta corná. Suerte maestro, y mucha vida.

Como suerte les deseo a los dos toreros, Manuel Díaz y Julio Benítez, que ayer hicieron el paseíllo en Morón de la Frontera, donde cantó el gallo, y donde yo he ido más de una vez con nuestra leyenda viva, Manuel Benítez, que aparece hoy sonriente y feliz junto a la nueva dama de su vida, que me gusta mucho, aunque no se me ponga el diestro al teléfono cuando le llamo a través de Sacromonte. ¡Ay maestro, cuánto me hace usted sufrir! Pero vale, pelillos a la mar, aunque nos quedan poco.

Como les he venido diciendo, otra vez hablo de Pepe Navarro, que lo vamos a ver en unos días, toreando de palabra mano a mano con Bertín Osborne, el primer paso para el retorno a los medios, ya se lo vengo diciendo.

Esta semana celebramos el Día de la Mujer. En mi blog para todo el mundo he escrito con mi propia tinta y en nuestro viejo idioma: «Ayer fue el Día de la Mujer, pero también lo es hoy y lo mismo será mañana». Que conste en acta. Y por recordar una, una tan solo, que son muchas, traigo al recuerdo aquella mujer de negro, ya casi ciega, que en el patio del arcángel Rafael en cerámica azul, mientras sonaba el agua de la fuente de azulejos, me dijo doña Angustias, que así se llamaba ella: «La mujer a la que más quería mi hijo Manuel era a mí, que soy su madre. Las demás venían tras de mí». Forma parte de mi tesoro personal aquella voz profunda y rota. Y la niña del brasero de picón del pintor, que ha traído el recuerdo de Mercedes Valverde con esta frase de titular: «Que pena que parte de la historia de Julio Romero de Torres se quemó en aquella caja donde su hija tenía las cartas del pintor». ¡Mujeres de Córdoba, poetas, no poetisas, que es más blando, de esa Córdoba profunda y culta!

Tengo en mis notas a la Fundación Miguel Castillejo, que el pasado Día de Andalucía ofreció un concierto inolvidable con el genial violinista Francisco González Márquez en la sede de la plaza de las Doblas. Y en mis apuntes está Puente Genil, no solo capital del membrillo, sino que también es la ciudad del bolillo. Hilando siempre muy fino, mientras suenan los palillos de las que bordan. Un día me dijo Blanca del Rey en su tablao: «¡Cómo suenan en Córdoba los palillos!».

Vicente Amigo, que ha pasado por Granada, que es tierra de la guitarra, como lo es Córdoba, puso a la gente de pie. Se lo comían a besos. Y eso que Granada llora poco y besa menos, pero lo que es cierto, y va el refrán para el punto final, es que la primavera la política altera. Y la sangre regenera. Ya está a un paso la Semana Santa, ya se nota, que muy buena cofrade es la ciudad de Córdoba.