Dice una de las bulerías más famosas de Camarón de la Isla que el lamento, igual que la alegría, se expresa «en silencio, en mil pedazos, cuando por ti yo suspiro». Y sigue añadiendo, el que dicen es mejor cantaor de la historia, que «me gustaría con mis manos abrazarte, y con mi manta cobijarte, aunque llegara un nuevo día. Y no dejar de amarte».

Sin duda alguna, la práctica totalidad de El Arcángel suspiró de alivio cuando el árbitro pitó el final del partido, tras 90 minutos reglamentarios y cinco de añadido. Porque aunque el Córdoba fue superior al rival, costaron 64 minutos que el primer tanto entrara, el gol de Guardiola, que encarrilaba la primera victoria de la temporada. Mucho ha sufrido esta hinchada en solo tres partidos que lleva esta campaña, y cuando el delantero balear falló el penalti, al borde del descanso, muchos se temieron lo peor. Las ganas de cobijar, de abrazar al Córdoba para sacarlo de una situación incómoda en la tabla, se notaron enseguida.

Porque esta afición, pese a todos los sinsabores demasiado cercanos como para que no duelan en el pecho, se vuelca con sus jugadores en cuanto notan la intensidad y las ganas en el campo. Da igual que se acierte más o menos, que el cabezazo de Jona entrase mediada la primera mitad o, como sucedió, se escapase a un metro del palo derecho de la meta del Tenerife. La grada de animación proponía y el resto de El Arcángel disponía para elevar al cielo de la ciudad un coro ante el que era difícil ser indiferente.

Pero cuando Guardiola falló ese penalti, muchos, una vez pasado el mal trago del momento, tras llenarse el buche con el bocata de rigor, comenzaron a mirarse con caras de «otra vez igual». «Este año no es el nuestro», «no nos sale nada», eran algunas de las frases que se escuchaban en la grada del coliseo blanquiverde. Los más de 10.000 cordobesistas habrían querido entonces, por seguir con la canción del genio de San Fernando, decirle a los jugadores aquello de «no me aprietes más la llaga, que tengo en mi corazón». Aunque los más duchos en el flamenco, para sus adentros, pensarían con regocijo, a sabiendas de cómo acaba la letra, aquello de «‘na’ es eterno».

Porque ni siquiera las derrotas, en la casa del pobre, duran para siempre. Y ayer tocaba ganar en casa, algo que no se había hecho en toda la temporada, dejando además la portería a cero. Mira que se acercaba poco el Tenerife al área de Kieszek, pero cada vez que Juan Carlos o Longo merodeaban por allí, los irreprimibles suspiros volvían a repetirse, a resonar en las gradas de El Arcángel. «Verás, verás tú…». Pero no, no vimos nada, porque no había nada que ver. Y sí, hubo suspiros de todo tipo, porque este Córdoba rara vez gana sin sufrir, y así las victorias saben mejor. Los hubo que desfogaron su nerviosismo agitando las bufandas al viento. Otros se unían a los cánticos a plena voz. Cada cual exteriorizaba su pasión y su sufrimiento a su manera. E incluso hubo uno en particular, Carlos Caballero, que lo hizo con poca clase.

Porque, aún teniendo pocos minutos, aún saliendo muchas veces desde el banquillo, aún peleando la titularidad, esa peineta a la grada, sin un destinatario claro más allá del cordobesismo allí reunido, fue su forma de expresar la pasión y la rabia, su particular suspiro. Luego, en frío, el mediocentro cordobesista aseguró que el gesto iba por alguien que «escribe mal» de su persona desde hace años. Y ayer, con su peineta, pudo armar de más razones al ‘escritor’.