Dos horas antes del inicio del partido ante el Lugo, caía una impresionante manta de lluvia sobre Córdoba. El anexo a El Arcángel era un barrizal, y muchas de las calles y carreteras de la ciudad estaban anegadas. Con enormes nubarrones negros sobre el estadio ribereño, pocos pronosticaron que más de 15.000 personas se darían cita un par de horas después.

Pero como si fuera un anticipo de lo que iba a suceder sobre el rectángulo de juego, a media hora de iniciarse el choque el cielo se abrió, el fuerte viento del oeste sopló para despejar las nubes, y el sol salió para sonreír al cordobesismo, como animándole a que entrase a disfrutar del partido. Improvisando los puestos y tenderetes, los vendedores de golosinas, pipas y chucherías se colocaron en sus lugares pertinentes, el pesadito de la trompeta empezó a hacerse oír para intentar vender algún que otro chubasquero, por si volvía la tormenta, y los aledaños de El Arcángel se llenaron de una riada humana que anhelaba ver a su equipo sellar su tercera victoria consecutiva. No había ganado dos partidos seguidos en toda la temporada, algo que se rompió en Alcorcón la semana pasada, y ayer se agrandó el récord con tres puntos que cayeron como rayos de sol sobre una afición que cada vez es menos escéptica sobre las opciones de salvar la categoría.

Tras una primera parte de control sin grandes ocasiones, el hincha tenía la sensación de que podía cumplirse aquella máxima de «jugamos como nunca, perdimos como siempre». Hay razones sobradas para que el canguelo entre en las piernas de los más pesimistas, aunque ayer el Lugo apenas inquietó la portería de un Kieszek que tuvo, posiblemente, el partido más tranquilo de la temporada. La expulsión de Fede Vico marcó un claro punto de inflexión que hizo que el equipo se lanzara a tumba abierta a por el gol de la victoria. Y mucha culpa de esa reacción furibunda, de esa intensidad desmedida que se notó, sobre todo, en los veinte últimos minutos del partido, la tuvo una afición que estuvo encima, como pocas tardes esta campaña, de sus jugadores. Silbidos y abucheos al árbitro, pitos a cada jugador rival que tocaba la pelota, ánimo desmedido con cada acción de sus jugadores, córners que se celebraban casi como un penalti.

Los dos goles anulados a Aythami y Guardiola, aunque bien pitados, llevaron la irritación al respetable, que desde entonces cargó con fuerza contra el árbitro, que tuvo una actuación, en general, insuficiente. La salida al campo de Reyes fue acompañada, como es habitual, por una salva de aplausos. El utrerano va recuperando la forma física y sigue disponiendo de una zurda de caoba que ayer valió tres puntos. Porque la puso de tal forma al punto de penalti que Sergi Guardiola solo tuvo que empujarla. Desde entonces al final, alegría en las gradas de El Arcángel. El cordobesismo, tan acostumbrado a las decepciones y a los sofocos, disfruta cada vez que su equipo va mandando en el marcador con la intensidad del nuevo rico. Sabe que la cosa sigue estando difícil, pero con cada punto que se recorta, el «sí se puede» brota a borbotones de sus gargantas.

La comunión entre la grada, la plantilla, el cuerpo técnico y la directiva es en estos momentos total, y solo de esta forma la esperanza y el trabajo pueden convertirse en éxito y fructificar en una remontada que se inició con la victoria ante el Valladolid, partido al que el Córdoba llegó a 14 puntos de la permanencia. Ahora, la cifra ha menguado a la mitad, siete, y ya no parece tan utópico que se produzca. El milagro parece ahora más bien una gesta importante, pero no ya imposible. El optimismo se ha contagiado de unos a otros, y ahora reina sobre la afición. El sol ha salido, y parece que sigue iluminando la cara al cordobesismo.