El Córdoba lleva ocho años entre rumores de venta. Agotador. La actual propiedad, sobre todo en los buenos tiempos, nunca dejó de abrir los brazos a todo aquel que llegaba para preguntar y, automáticamente, lo transformaba en «oferta». A alguno llegó a decirle, incluso, que el club ya era suyo. Aunque eso de la propiedad siempre estuvo claro. Durante 10 meses de cada año, de septiembre a junio, el de arriba siempre pregonaba a los cuatro vientos quién era el propietario del club, él, y de puertas para dentro repetía con insistencia, incluso mirando al estadio vacío desde el palco: «Esto es mío».

Luego llegaba la campaña de verano y tocaba lo otro: «El club es de sus aficionados y de la ciudad; la sociedad anónima, mía». Un pueril juego de palabras que venía a decir lo mismo que lo anterior, aunque edulcorado para aquellos que aún llaman al Córdoba «SAD», intentando separar lo que es inseparable. Simplemente, porque una parte no existe.

Ahora continuamos con los rumores de venta. Yo, particularmente, no me creo que sea tan fácil vender un club (curioso, en la transacción se le llama «club»). De hecho, el pasado febrero rondó un fondo norteamericano y parecía que estaba hecho, visita a El Arcángel incluida. «Lo ha vendido, hazte a la idea», me juraban. Mexicanos hubo en el palco. Ahora salen grupos de todos los países: ingleses, indios...

Que haya ganas de vender, no lo niego, al contrario. Pero por ahora, sólo por ahora, pueden más las ganas de hacer caja. El hastío y la soledad van en aumento. Eso sí, una vez sobrepasados los objetivos económicos. La división de la afición fue todo un «éxito». Es complicado recordar un momento en el que hubiera más trincheras de las que hay ahora. Y ese hastío y esa soledad ya llega hasta el vestuario. Ver a Carrión y recordar los rodamundos que se ven en las llanuras de las películas del oeste es todo uno. Duele ver la situación del entrenador del Córdoba, respaldado únicamente por la propiedad. Respaldo, obviamente, sobrevenido por la obsesión en descapitalizar y no invertir en lo deportivo.

Tampoco tiene mejor pinta el vestuario. La «familia» que se vendía en otros tiempos, incluso en esta temporada, recuerda en todo caso a los «Bloody Benders», aquel clan que se llevaba por delante a todo el que caía en sus manos y los enterraba en sus dominios.

Hablando de dominios. Los líos judiciales han dejado otro detalle para que salga a la luz. El tratamiento y cuidado que se le ha dado al césped es verdad que no fue el idóneo, aunque no por sus empresas cuidadoras, sino por parte del propio club. O de la propiedad, para ser más exactos. En el dossier entregado por Royalverd a su señoría, se adjunta testimonio gráfico (lo pueden ver en esta información), sobre cómo se cuidaba el tapete verde de El Arcángel. Es la fiesta de cumpleaños de un familiar del máximo accionista, con todos sus compañeros de clase. Un castillo hinchable del que, según cuentan en el Ayuntamiento, no hubo la preceptiva petición para su instalación en un recinto municipal. Tampoco se hizo caso a los propios responsables del césped, que desaconsejaron la medida. Pero lo más llamativo es utilizar una instalación de todos a modo de chiquipark particular y, recordemos acontecimientos muy recientes, sin ningún tipo de estudio previo o permiso. Desde luego, los chiquillos fueron los únicos que se han divertido en el último año en El Arcángel.

Por supuesto, bajo la premisa impuesta desde arriba: «Esto es mío». Actúa como si así fuera.