La tumba azul de Lorca, envuelta en sus ramajes invisibles, está en el corazón de su lectura, en el vidrio combado de sus versos como grietas de luz en carne viva. Federico García Lorca está enterrado entre páginas amplias, mercuriales, tomadas de la edición facsímil del Romancero gitano en la Revista de Occidente, sus Sonetos del amor oscuro o Poeta en Nueva York, que es la decantación visionaria del mundo entre giros cambiantes, con sus dramas metálicos, en un metabolismo vertical de caídas vespertinas del hombre. No sabría decir si García Lorca es, realmente, el más grande poeta español del siglo XX: seguramente sí, acompañado por Juan Ramón Jiménez y por Antonio Machado, a pesar de las fobias y las filias que ambos despertaron tras sus muertes, especialmente, entre algunos protagonistas de la generación del 50. Pero son tres grandes, quizá los más espléndidos, geniales, hondos y cromáticos, con la poesía elevada como un magma que no sólo nombra al hombre, sino que lo redime de sus cargas de légamo furioso, con la fiebre encendida, de la Guerra Civil. También hay más, claro, en el mismo escalón o el inmediato: Vicente Aleixandre y Luis Cernuda. En fin: para gustos, poemas. Pero García Lorca vive en la lectura de su teatro poético, simbólico de asombro en una acotación sangrienta del conflicto, con hombres y mujeres en el límite pardo de su conciencia plena de vivir, con sus vértigos y su sonambulismo en un mundo de recias convenciones. Lorca, Lorca: Lorca resurrección, Lorca bomba atómica de la modernidad, como escribimos por aquí hace meses, Lorca como última frontera del simbolismo crítico, a lo Romero de Torres depurado -no en vano, los dos, Lorca y Romero, eran amigos de Valle-Inclán, que tan bien entendió no ya el esperpento, sino la sutil deformación de la realidad en ambos- con su último fulgor un poco Baudelaire en copla, con el piano afinado por las manos despiertas de Rimbaud. En fin, que si te gusta la poesía, si respiras por ella, no puedes pasar nunca de Lorca, porque se mantiene en la vanguardia natural de sí mismo y adónde se dirige marcha solo: podemos acompañarlo, pero nunca seguirlo, aunque su reino sea de este mundo.

Pero la actualidad, como era de esperar en un país como el nuestro, no viene por su obra, en teatro o verso, ni por un nuevo montaje de El público o de Yerma, ni muchísimo menos por un nuevo estudio crítico, sino por su tumba, que un equipo de investigadores ha buscado en Alfacar. La información nos cuenta que su cadáver podría haber yacido en esa fosa, junto a los de los otros tres fusilados: como no han encontrado restos, la posible explicación sería que sus cuerpos fueron exhumados poco después de su asesinato. El informe ha sido presentado esta semana en Madrid, impulsado por la asociación cultural Regreso con Honor. Se habla de un pozo con tierra removida, de restos de un casquillo y de una bala en el Peñón Colorado, en Alfacar. Al no haber «huesos ni ropas», es probable, afirman, que García Lorca hubiera sido desenterrado, como los banderilleros anarcosindicalistas Francisco Galadí y Joaquín Arcoyas, y el maestro republicano Dióscoro Galindo, que habrían sido fusilados y también enterrados, o eso hemos creído siempre, junto a Lorca, la madrugada del 19 de agosto de 1936. Según el informe, los restos se habrían movido en «fase cadavérica, no esqueletal», con lo que se podría apoyar la vieja tesis, según la cual, el cuerpo de Lorca fue desenterrado.

Recuerdo, hace unos años, cuando Ian Gibson llegó a asegurar en una entrevista que la localización de los restos de Federico García Lorca era imprescindible para la comprensión de su obra. Esta barbaridad se ha llegado a afirmar. Debemos a Ian Gibson no pocos libros sobre Lorca, brillantes y entusiastas, con su biografía convertida en pulso novelesco que prende, como ninguna, la pasión de vivir que seguramente irradió Lorca. Pero en los últimos años la obsesión por dar con su tumba definitiva, con su lecho silente, lo ha hecho bordear el disparate. Comprendo y respeto -cómo no hacerlo- el interés y el derecho legítimo de cualquier descendiente de querer encontrar los restos de los suyos, y entiendo, claro, el valor simbólico de Lorca. Pero no olvidemos que también se trata de un hombre y que su familia, que tanto ha hecho por mantener activo su legado, tiene derecho a preferir no buscarlo. Lorca, el hombre, habitó su propia oscuridad, timbrada de luz. Lorca, el poeta, con su resurrección, nos convierte en viva eternidad al leerlo.

* Escritor