Desde hace unos años hablar de desigualdad está de moda. Desde que se constató la profundidad de la crisis y se fue consciente de que afectaba más a los más pobres, la desigualdad empezó a preocupar a la opinión pública. La publicación en inglés del libro de Piketty «El Capital en el siglo XXI», en una operación editorial con Paul Krugman contra el Financial Times, y la concesión del Nobel a Angus Deaton dio fundamento intelectual a esta preocupación. Los políticos y los medios de todo signo, especialmente los de izquierdas, se han sumado a un debate que, antes de esta moda, sólo nos interesaba a unos pocos economistas (Bourguignon, Milanovic, Ishikawa, etc.) capitaneados por el recientemente fallecido Tony Atkinson, a algunas ONGD y a escasos organismos internacionales. La desigualdad era, hasta la crisis, una cuestión de países pobres, no de dentro de nuestras fronteras. Ahora se habla mucho de desigualdad, pero se dicen muchas tonterías, entre otras cosas porque se busca más el ruido en la red que hacer un buen análisis.

Para hacer un buen análisis hay que empezar por definir claramente la variable de la que se habla. En economía se llama renta al conjunto de todos los bienes y servicios de los que dispone una persona (o un grupo de personas) para satisfacer sus necesidades en un periodo de tiempo. Esta definición incluye la renta monetaria neta que recibe (sueldos, beneficios empresariales, pensiones y prestaciones, etc. descontados ya los impuestos directos), a la que hay que sumar rentas en especie (el uso de la vivienda en propiedad, por ejemplo) y lo que podríamos llamar rentas institucionales (como la enseñanza gratuita, el transporte público, etc.) que tienen mucho que ver con el gasto público. La renta total de una persona (o de un grupo de personas) es, en países desarrollados como España, mucho más que las rentas monetarias. La distribución de la renta total depende, pues, de las distribuciones de las rentas monetarias netas, de las rentas en especie y de las rentas institucionales. Como la renta monetaria neta incluye los impuestos directos, la desigualdad en la renta total final es función también de la progresividad de los impuestos directos (IRPF), de la desigualdad de las rentas en especie y de la igualdad de las rentas institucionales (Gasto Público). O sea, hablar de la desigualdad de la renta es ir mucho más allá de un simple análisis de los salarios brutos o de los beneficios empresariales, y tiene mucho que ver con el mercado de trabajo (paro, salarios), con el sistema impositivo y con el gasto público.

La renta se produce a partir de la riqueza (el capital). La riqueza, el capital, es lo que produce la renta, es decir, la riqueza (el capital) es el conjunto de bienes tangibles e intangibles que generan renta. Entre los bienes tangibles están las propiedades y activos, como por ejemplo, una finca o acciones de una empresa (que produce dividendos) o una vivienda (que produce renta en especie). Entre los bienes intangibles está el capital humano (las capacidades personales) que, a través del trabajo, se convierten en salarios y pensiones, o los derechos sociales (que permiten el acceso, por ejemplo, a la sanidad). La riqueza se puede acumular a partir de la renta (ahorro), pero no sólo, pues también se obtiene mediante la formación (capital humano), la innovación y por reconocimiento institucional. Puesto que la renta se genera a partir de la riqueza (capital), la distribución de la renta depende de la distribución de la riqueza, pero sólo considerar la distribución de los activos tangibles es desenfocar el tema, pues los intangibles son no menos importantes.

Con estas definiciones básicas se puede empezar a abordar la desigualdad, y digo empezar porque otro tema es a quién se le atribuye la renta y otro medir la desigualdad. Fijarse en sólo una parte de la renta o confundir, como es habitual, renta con riqueza es generar ruido que no resuelve la pobreza. Y eso sí es importante.

Profesor de Política Económica

Universidad Loyola Andalucía