Un modelo esquemático de biografía político-intelectual puede ser el siguiente: en la juventud se arranca de un extremo (en mi mocedad, del comunismo o del anarquismo); con los años recala uno en zonas más templadas, digamos en alguna variante benévola del liberalismo o en la socialdemocracia; en la vejez, cuando uno confunde el propio deterioro físico con la degradación de las costumbres, adviene el espíritu conservador. Este itinerario no es único, por supuesto. Muchos se instalan desde el principio en una casilla y nunca salen de ella. Otros recorren el camino inverso, o se anclan en la tibia banda intermedia, o pasan su vida dando vaivenes de un lado para otro. Creo, sin embargo, que la secuencia descrita al principio resulta la más común.Y es que parece que hay algo «natural» en ella. De jóvenes, el radicalismo político se presenta como un atajo excelente para cambiar el mundo; en la edad madura constatamos que todo atajo está sembrado de cadáveres, y que un sistema que, sin asaltar los cielos, acorte las desigualdades, representa la mejor fórmula política, y puede que la única éticamente viable; en la vejez, consolidada una cierta posición en la vida, por modesta que sea, uno mira preocupado de un lado a otro con el deseo, virgencita, virgencita, de que nos quedemos como estamos. Ahora bien, lo que parece natural en el curso de una existencia dilatada resulta un tanto forzado cuando se proyecta sobre el fugaz devenir de un jovencísimo partido político.

En unos meses la formación que lidera Pablo Iglesias ha pasado de ensalzar las virtudes del comunismo (variante bolivariana) a postularse como adalid de la auténtica socialdemocracia, terminando por apelar -ya durante esta campaña- a las virtudes seculares del patriotismo (variante «ciudadano»). En suma, que en un par de años Podemos ha recorrido el mismo camino que en una vida normal lleva de la juventud a la vejez. ¿O acaso no? ¿No sigue clamando por una cosa y por la otra: por una bolivariana sujeción política de los jueces, por una vindicación del Estado del Bienestar, por una llamada a la patria? (Es cierto, en este caso, que se trata de la patria de la gente, pero ahí queda lanzado el cebo, para que piquen los peces menos plurinacionales).

Este comportamiento me recuerda al de aquellos personajes de las películas del oeste que recorrían los pueblos vendiendo elixires. El elixir era siempre el mismo: un liquidillo oscuro en un frasco todavía más oscuro. Lo que variaba eran las etiquetas. Según el pueblo, o la media de edad de los congregados, o sus problemas de salud, o cualquier otra circunstancia, el líquido era -conforme rezara el rótulo- un crecepelos milagroso, un potente afrodisiaco, un remedio que-nunca-falla para el reúma o, en el colmo de la desfachatez, un elixir mágico sin más, un brebaje multiuso que servía para todo tipo de propósitos, según quien lo tomara (y lo comprara). La principal diferencia que percibo entre aquellos charlatanes y estos es que, a menudo, los primeros acababan a las afueras del pueblo emplumados y envueltos en brea, mientras que no preveo que vaya a suceder lo mismo -al menos en el corto plazo, y según vaticinan las encuestas- con quienes ofrecen ahora tan contradictorias mercaderías. Y es justamente esto lo que más me preocupa: que se haya perdido el sentido de lo posible y de lo imposible, ese mínimo de destreza lógica que permitía inferir hasta a los más rudos pobladores del far west que un mismo líquido no podía servir para esto y para lo otro. No quiero ponerme provectamente trágico pero creo que mal nos van a ir las cosas si somos incapaces de percibir que A no puede ser al mismo tiempo y en el mismo aspecto no-A. Por mucho que lo repitan.

* Escritor