Ya se quedó aislado el continente, como decía aquel mítico cable tras un apagón de luz en la Gran Bretaña de la Gran Guerra. Y huérfanos que nos sentimos al comprobar que los herederos de Francis Drake solo nos quieren para lo rentable. Ellos, que conviven desde hace siglos con súbditos de su Graciosa Majestad de todos los colores y continentes, nunca han cambiado esos principios de superioridad moral según los cuales estén donde estén, el Reino Unido va con ellos. En las novelas de Aghata Christie, los protagonistas a veces se movían por Egipto, por Francia, se subían al Orient Express en Budapest o viajaban, como miss Marple (Juana, en las novelas de hace unas décadas, cuando el nombre propio se traducía) a una isla del Caribe, pero los comportamientos, los usos sociales, la relación con la servidumbre y la hora del té seguía igual que si estuvieran en Yorkshire. Miss Marple tejía entre palmeras si se terciaba, y Hércules Poirot bajaba a la playa de Niza vestido de blanco y con zapatos, aunque, claro, él fue un extranjero belga hasta su muerte. Lo british es así, se retroalimenta, por más que ahora la visión más extendida sea la de esos brutos tatuados con las caras coloradas montando la traca en la Eurocopa. H