Tal y como están las cosas hoy día, yo creo que muchos tenemos asumido que moriremos en un asilo o una residencia geriátrica dentro de unos años. Claro que, puede haber sorpresas y nos puede pasar como a Gaudí, que murió atropellado por un tranvía, o como a mi amigo Antonio Manuel, que murió desnucado debido a un inoportuno resbalón mientras bajaba las escaleras de su casa.

Pero si no hay imprevistos de ese tipo, si llegamos a viejos, lo más probable es que terminemos nuestros días en esta barriada desde un asilo, o a lo sumo desde un hospital al que nos hayan llevado los cuidadores del asilo.

No pasa nada.

Además, hoy día los asilos no son como los de antes. Los asilos de antes eran lugares de destierro en los que se depositaba a los ancianos porque eran un estorbo para los hijos, que querían deshacerse de ellos en vida. Una vez depositados ahí, los ancianos eran olvidados de sus familiares y tratados con frialdad por el personal de ese lugar. Quizá por ello hubo gentes maravillosas como santa Teresa Jornet, fundadora de la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, que si bien en todas las ocasiones no pudieron aportar una situación de confort para los que vivían los últimos años de la vida, al menos sí les trataron, y les tratan, con caridad y con dignidad.

Hoy día los asilos no son como los de antes. Actualmente hay residencias geriátricas con todos los avances y comodidades, lo cual me parece muy bien, porque incluso para preparar la propia alma para entregarla en paz a Dios, es conveniente un mínimo de comodidad material.

Sin embargo, ese componente de la caridad es insustituible. Mi amiga la superiora de la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Cabra, me respondió hace tiempo a una pregunta mía diciéndome que lo que le produce más dolor a un anciano respecto de sus familiares próximos, no es que no vayan a visitarlo, sino que, esperando una visita concreta de ellos, esta no se produzca. Ese faltar a la cita prevista, esa visita esperada y no recibida, es lo que produce mayor dolor a un anciano.

Al fin y al cabo, un anciano que esté en un asilo ya sabe cual es su condición de vida en ese momento. Un anciano, en general, no es una persona que tenga necesidad de que la distraigan continuamente. Un anciano también necesita silencio, para pensar, para meditar, para orar, funciones muy importantes que las personas de menor edad parecen olvidar.

Pero por encima de todo, lo que un anciano necesita --como todos-- es cariño. Y cuando ese cariño falta, duele el corazón. Conviene no olvidar esto.

Los asilos actuales no son como los de antes. Me contó mi amigo Enrique una anécdota de los asilos de antes. Érase una vez un abuelo, un padre y un nieto. El padre decidió deshacerse del abuelo --de su propio padre-- y lo mandó al asilo. A continuación le mandó a su hijo --es decir, el nieto del recién ingresado-- que fuera al asilo a llevar una manta al abuelo. El chico, en presencia de su padre, cogió una manta y unas tijeras y dividió la manta en dos trozos. Su padre le preguntó por qué hacía eso. El chaval le respondió que uno de los trozos se lo llevaría al abuelo y el otro lo guardaría para dentro de unos años, para cuando quien vaya al asilo sea él, es decir, el hijo del que ahora había sido ingresado.

Hace años, llevar al asilo a un padre era como cruzarle la cara. Hoy día, no, pues en los centros geriátricos hay ayudas y prestaciones que no son posibles en las casas. Pero hoy como ayer, el cariño siempre se agradece. Es más, hoy como ayer, el cariño es una necesidad de todos.

* Arquitecto