El tiempo es muy selectivo en mitificar épocas. Y así, la vis atractiva de los ochenta hace empalidecer otros tiempos recientes, fechas que no obstante marcaron un hito en el devenir de esta nación. Los noventa se muestran más insípidos respecto a la efervescencia de la década anterior, pero en ellos aflora una fecha mítica en el calendario emocional de los españoles: Ya ha pasado un cuarto de siglo desde aquella fiesta continua en la que tornaba convertirse el año 92. Ha transcurrido el mismo tiempo que medió entre el descubrimiento de América y la llegada al trono de España de Carlos de Habsburgo, con distintas maneras de gestionar la ebullición de los prodigios. En el iniciado siglo XVI, España presentaba al mundo sus credenciales como la primera superpotencia de la edad contemporánea. Y el frenético 1992 sirvió para recuperar la autoestima de un país prolongadamente acomplejado.

Hubo tres vértices en aquel hipertónico año. Para minimizar la frustración de la que los cordobeses no queremos acordarnos, pocos tienen presente que Madrid fue la Capital Cultural Europea durante aquellos fastos. El binomio, por los siglos de los siglos, se repartió entre Sevilla y Barcelona, la astuta entente centrífuga para recomponer en el corredor mediterráneo las dos visiones de España: el AVE como decisión política para no condenar eternamente a Andalucía al furgón de cola; y los Juegos de Barcelona como un cheque en blanco para que Cataluña gestionase la empatía ante el Estado y el mundo.

Veinticinco años después, las luces y las sombras retratan el devenir de ambas ciudades, y personifican, mal que nos pese a los orbitales, la propia pulsión de la Comunidad Autónoma. Andalucía sigue en sus calladas insuficiencias, en unos indudables logros de infraestructuras y bienestar, pero lastrada por unas tangibles estadísticas que le hacen perder fuelle ante regiones punteras, con el estigma del desempleo como lastre común entre ambas épocas. Ese tendedero de modernidad tenía en sus extremos la isla de la Cartuja y un estadio olímpico que asombró al mundo con el encendido del pebetero. Hoy, aquella euforia que se recogió en el lacrimal de la infanta Elena ha tornado en una Cataluña apulgarada, precursora de este modismo de endogamia que viene extendiéndose como una epidemia por variadas extensiones del planeta.

Los vasos comunicantes le han otorgado a la Comunidad andaluza un perfil institucional y reflexivo, aunque también tiene que purgar su credibilidad después de tanto desmán de vacas gordas y becerros de oro. Andalucía viene desde hace tiempo adoptando el rumbo de la discreción, lo cual puede entenderse como la señal inequívoca de las regiones prósperas. Pero este supuesto voluntarismo puede descabalgarse si se confunde con el clientelismo y la sumisión, argumento reforzado por el carácter endogámico del ejercicio político, vista la constante que se asienta en el Palacio de San Telmo. Esta otra endogamia no es excluyente, no turba la cohesión nacional, pero asalta el temor de las personificaciones, y que esa metonimia del yo soy la patria, valor refugio de los secesionistas catalanes, pueda exportarse desde este sur para gobernar toda la Nación. La gran asignatura pendiente sigue siendo el ejercicio de la vertebración, y en el imaginativo encaje de la diversidad, Andalucía tendría mucho que decir. Pero ante tanto tacticismo, antes de empezar, puede que este mensaje ya se haya vuelto añoso.

* Abogado