España no sale del juzgado. Tras una década empleada en la instrucción de innumerables casos de corrupción, y derivados, enfilamos otra larga temporada de densas vistas orales, fallos judiciales, recursos mil y casaciones. Este desvarío histórico es demasiado largo en el tiempo como para que nuestro viejo edificio nacional no se resienta y mute en ruinas de la más diversa índole.

Las alarmas de la corrupción lo pringan todo. Estamos en un momento en que nadie sabe si podremos salir del légamo de la desesperanza. Cualquier detalle de color en el horizonte pardea en días u horas a veces. Los datos sobre la mejora de la contratación laboral a pocos animan, la gran noticia, ya estable, del turismo en crecimiento permanente no satisface, y ni siquiera estamos seguros de que no vaya a haber elecciones generales este año de nuevo, a pesar del gesto del razonable PSOE de la gestora que se abstuvo para que nuestra nave tuviera siquiera un piloto tuerto y mutilado.

¿Qué nos pasa? Los comentaristas políticos y analistas sociales tienden a buscar los culpables en los grandes directores sociales: gobiernos, políticos, empresarios .... élites en definitiva. Sus grandes equivocaciones han hecho crecer el monstruo de la desconfianza (y el hastío y la ira) hasta convertirlo en una hidra que multiplica sus cabezas por el mundo atufando con su hedor, primero, y amenazando con destruirlo a dentelladas después.

Pero no deberíamos descargar todo el vacíe de nuestro despiece sobre ellos. Algo tendrán que ver también aquellos que deciden tirar por la calle de enmedio y buscar la solución a golpe de plebiscitos. Y llegado hasta aquí, es obligado volver, una vez más, al pensamiento de Hannah Arendt (siempre Arendt cuando rondamos las inmediaciones de los totalitarismos) y recuperar textos como este: «El populacho es principalmente un grupo en el que se hayan representados los residuos de todas las clases. Esta característica hace fácil confundir el populacho con el pueblo, que también comprende todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del hombre fuerte, del gran líder».

A estas alturas son demasiadas las personas cultivadas, inteligentes y ponderadas que advierten del peligro. Mas, como hace una década la ausencia de reglas y la codicia impidieron ver el colapso que se cernía sobre la economía y el aplastamiento de amplios grupos sociales en Occidente, ahora la imperiosa necesidad de los nuevos políticos de «asaltar los viejos sistemas corruptos para achatarrarlos y redimirnos como sociedades», impiden detener lo que tiene todas las trazas de ser la liquidación de la democracia.

No hay nada más que observar nuestro patio y alzar la vista por encima de la endeble tapia que nos separa del mundo. Aquí, Podemos y populistas orgánicos como Pedro Sánchez se presentan como la solución acudiendo a la opinión de la gente (¿el populacho de Arendt?), y allá en el mundo, Trump es la hidra que no logró matar Hércules y que reaparece de nuevo en la historia multiplicando sus cabezas en Europa. En tanto que no advirtamos que son la libertad y la democracia las que se nos vienen licuando, no entenderemos lo que nos ocurre. La ira contra el corrupto inspira más que la necesidad de libertad.

* Periodista