Me fui a Londres el fin de semana con mis amigos. Sinceramente, lo hice fundamentalmente por gastar las libras que me habían sobrado en mi anterior viaje. Ochenta libras. No es que tuviera unas ganas locas de tratar con ingleses después de su espantada. Me dejé llevar. Reconozco que también me sedujo la idea de tomar unas Guinness en un pub tranquilo. Pero ahí termina la cosa. Es que me dolió en el alma la puñalada trapera del brexit, por más que me la esperara.

Volando con Ryanair en el formato más económico, me llevé lo que cabe en una maleta de cabina; así que el abrigo largo me lo dejé en tierra. Muy valiente, ignorando la ola de frío. Presumo de no haber cogido una gripe desde hace treinta años. De todas formas, conocedor de las incomprensibles deficiencias del sistema sanitario público inglés, contraté un seguro de viaje y me dejé en casa la tarjeta sanitaria con la bandera europea. Y allá que nos fuimos para Londres --eso sí, rellenos de arroz caldoso con almejas- desde Faro.

Standsted nos recibió con una nevada que, literalmente, se coló en el avión cuando abrieron las puertas. Tuve que bajar con los ojos entreabiertos y, también literalmente, deslizarme por la pista para llegar a la terminal. Con el pasaporte electrónico logramos minimizar el tiempo de control y salir del aeropuerto en unos minutos. Y en una hora ya habíamos llegado al apartamento, discutido por quién se quedaba con qué habitación y terminar más relajados en el pub de la esquina con una Guinness bien servida. El pastel de riñones no me apetecía. Sinceramente. Y yo creo que ya esa primera cerveza no me cayó muy bien...

A la mañana siguiente hacía un frío que rajaba la cara cruzando el Puente de la Torre. Nos nevó y nos caló paseando como bobos por la orilla sur del Támesis como si fuéramos por el Trastevere en una plácida mañana de verano. No duramos mucho así. Pronto nos pusimos a buscar desesperadamente un cafelito muy caliente, que nos sirvió, por cierto, un graduado en marketing catalán desde el interior de un food truck. Muy amable. Con el café caliente congelándose entre mis manos, llegué a la catedral de San Pablo, esa mole rotunda, en la que los turistas pagan por entrar y subir a su cúpula. Pero yo no pago por eso. Yo no; yo no soy un turista.

También vimos St. Martin in the Fields, la National Gallery, Piccadilly Circus, el Big Ben, Hyde Park y Buckingham Palace. Y pasamos un rato, compramos recuerdos y comimos en Camden Town. Todo en un día. Dios mío. Treinta kilómetros de correrías. Quizás por todo eso acabó viniéndoseme a la cabeza la cena de la noche anterior. El manager del pub de la esquina de casa nos recomendó un restaurante indio. A mí se me ocurrió lanzarme a por un plato medio picante, pasando por alto el significado de «medium» en inglés y en el contexto de la cocina india. Sin saberlo, elegí el curri más típico de Londres: el pollo Jalfrezi.

Ahora, ya en casa, me he entretenido en atender al discurso de Theresa May en el que por fin revela su plan de divorcio a la inglesa: un curri muy picante, con doce ingredientes cuidadosamente seleccionados, que servirá de alimento para una nueva nación a la que ha bautizado como Global Britain. Debemos entender que los ingleses quieren dejar de ser europeos para hacer de Inglaterra una potencia global. Nada nuevo. Lo único nuevo es que se hayan atrevido ahora a hacerlo explícito. Convaleciente de una gastroenteritis por la que vi mi vida en peligro en el vuelo de vuelta, me he enterado del significado de esa palabra: Jalfrezi. En realidad, se trata de una palabra compuesta. La parte final frezi, es inofensiva: significa salteado, básicamente. Pero lo de Jal es otra cosa. Jal significa nada más y nada menos que rabiosamente picante.

Este curri es ya demasiado para mi estómago. No creo que vuelva a Global Bri-tain. Ni para gastarme las trescientas libras que me dejé atrás en el bolsillo del abrigo.

* Profesor de la UCO