Para escribir de Adolfo, hay que hacerlo de noche. O por la tarde, en algún momento declinante del día, cuando la claridad todavía pueda venir del cielo. Hablar de poesía con Adolfo era hablar de la vida. A través de un tapiz, de su álbum de familia con rostros y versos, tras los gestos y voces de aquellos que habían sido sus maestros, Adolfo extendía sobre el aire calmado de la conversación una especie de guía emocional que compartía en cada palabra, entre la inflexión de su silencio, cuando sopesaba la expresión honda de su mirada, como una grieta sólida que completaba lo que estaba por decir, sorbo a sorbo del rastro luminoso que era charlar con él. Adolfo Cueto hablaba de la poesía que amaba, y de sus maestros, con una especie de vuelo de la celebración sosegado y profundo. No se perdía en anécdotas más o menos banales y, desde luego, el patio de vecinos o la corrala poética no tenía lugar en su conversación: él hablaba de Claudio Rodríguez, claro, pero no como demasiada gente suele hacerlo, más pendiente de relatar una de sus monumentales cogorzas que de explicar el misterio latente en su silencio. He escuchado a muchos que no ha estado nunca con Claudio Rodríguez, uno de nuestros mayores poetas, hablar con gran detalle de sus borracheras, pero sin ser capaces de adentrarse, con auténtica hondura, en cualquiera de sus cinco libros de poemas. Adolfo Cueto, a pesar de su juventud -sólo tenía 47 años-, parecía que había estado ahí siempre, como una especie de presencia anterior a nuestra propia presencia, cuando hablaba de Claudio, de Paco Brines y Carlos Bousoño, tres de sus maestros. Los conoció muy joven, siendo un muchacho, por una de esas causalidades felices de la poesía: fue a través del cubano José Olivio Jiménez, un especialista en la poesía del 50, pero también en la de José Martí, Vicente Aleixandre o Antonio Machado. Recuerdo nuestra primera conversación, en Córdoba, paseando por San Basilio, bajo un cielo abierto, de cobalto otoñal. Ya entonces le salió el nombre de José Olivio: lo recordaba así, lo evocaba así, con naturalidad, como si realmente estuviera entre nosotros, como si por nombrarlo pudiera conquistar una nueva textura evanescente, de palabras corpóreas.

Incluso la manera de conocernos fue literaria,como uno recuerda que eran las cosas hace mucho, en una ya lejana primera juventud: nada de redes sociales, ni siquiera un mail, sino que me escribió una carta, sobria y elegante, como él era, enviándome sus libros Palabras subterráneas y Dragados y construcciones. Me entusiasmaron, a través de lecturas demoradas y densas, porque en los poemas de Adolfo, de claridad aparente, con una textura directa en la emoción surgida de la imagen, luego hay varias catas, no siempre visibles, de profundidad. Después de aquel primer encuentro en Córdoba, en la novena edición de Cosmopoética, hubo muchísimos más, siempre en Madrid, excepto el penúltimo, precisamente en la última edición del festival, en la que leyó con Alejandro Simón Partal. Tanto Alejandro Simón como Antonio Lucas han publicado, esta semana, dos hermosos textos, dos semblanzas sentidas, exactas y dolientes, cortantes en el hilo del retrato, de Adolfo. Recuerdo esa última noche en Córdoba, con José Luis Rey: Jazz Café, El Automático. Noche de entusiasmo y de ebriedad: limpia noche de luz. Así era estar con Adolfo: una fiesta, con sus notas latentes, a pie de brindis, como si por debajo de todo lo que hablábamos, los poemas que citábamos, discurriera un río más profundo.

La última vez que lo vi, en Madrid, hace más o menos un mes, nos hicimos una foto con Pere Gimferrer y Antonio Colinas, que protagonizaron un diálogo público en el Poemad. Estaba con nosotros Jon Andión, y luego nos fuimos a tomar algo por Conde Duque. Hablaba, como siempre -y, como siempre, con nuevos vértices y giros-, de Bousoño, de Brines, de José Olivio, con esa familiaridad de hombre inmortal, como si hubiera estado entre ellos desde el albor de los tiempos. Entonces le pregunté, de coña, si recordaba la reaccióndel mundillo madrileño tras la concesión del Premio Adonais a Claudio Rodríguez, en 1953, y su carcajada sonó franca y sincera sobre los adoquines.

Su libro Diverso.es delineaba una gravedad sencilla, de coloquio limítrofe con una alucinada realidad. Ha muerto un poeta puro que hacía de su presencia el mejor verso. No he encontrado madera poética más noble que la de Adolfo Cueto. Ahora seremos muchos los que hablaremos de él, para que siga estando entre nosotros.

* Escritor