Dentro de quince días comienza una semana importante, la Semana Santa. En el corto espacio de ocho días vamos a pasar del recuerdo de una entrada de Jesús en Jerusalén en olor de multitudes, aplausos y aclamaciones, a situaciones escalofriantes que rodean la muerte de Jesús. Todo comienza con una cena privada con sus amigos más cercanos, durante la cual les previene de que su sangre va ser derramada. A la salida de la cena, en el huerto de Getsemaní, Jesús se siente acongojado por el miedo y el horror a un proceso judicial sin ninguna garantía jurídica que terminará con la ejecución de un inocente en virtud de intereses políticos. Jesús se va a encontrar con dos sentimientos enfrentados, el sentimiento de haber sido abandonado por el Padre junto a su firme voluntad de ser fiel y leal a su misión. Por último, al siguiente domingo, el de Resurrección, reconoceremos la intervención de Dios que arranca a Jesús de la muerte, para elevarlo sobre todos los poderes del mundo y de la creación, haciendo de Jesús el Señor del Universo. Realmente es una Semana densa de recuerdos, de sentimientos, incluso de interrogantes.

La primera interrogación es qué sentido puedan tener todos estos acontecimientos que tuvieron lugar en Jerusalén hace ya muchos años. Si Jesús era un judío normal y corriente, originario de un pequeño pueblo de Galilea, que tuvo la osadía de enfrentarse dialécticamente a los personajes poderosos de la capital, la explicación es que los poderosos de Jerusalén querían quitárselo de en medio. Jesús no ha sido la única persona eliminada injustamente. Miles, millones de personas han sido torturadas y asesinadas, por venganza, por odio, por intereses económicos o políticos. Desde este punto de vista, Jesús es uno más entre otros innumerables. La historia de Jesús se inscribe en la larga lista de injusticias que han cometido los poderosos del mundo a lo largo de la historia.

Pero Jesús de Nazaret no era un judío normal y corriente. Era el Hijo de Dios, era el enviado del Padre para salvar al mundo. Todo lo que ocurrió aquella semana en Jerusalén, estaba enmarcado en un proyecto global del mismo Dios. Es el sentido y la estrategia de este proyecto de Dios lo que es desconcertante. Desconcierto del cual era perfectamente consciente Pablo de Tarso cuando decía que reconocer a Jesús como Hijo de Dios, para los judíos era un escándalo, y para los greco-romanos una imbecilidad. Para los judíos era un escándalo que se pudiera pensar que Dios había sido sometido a las vituperaciones a las que se vio sometido Jesús aquella semana en Jerusalén. Para los greco-romanos era una imbecilidad pensar que un ajusticiado en la cruz, como lo eran muchos esclavos y extranjeros, era Dios. Tanto para unos como para otros afirmar que todo lo ocurrido aquel Viernes en Jerusalén ese era precisamente el plan y estrategia de Dios era desconcertante.

No cabe duda que el arte y la devoción han hecho de Jesús crucificado una imagen estéticamente valiosa. Los crucificados que sacaremos a la calle durante la Semana Santa, son efectivamente esculturas de una perfección estética admirable. Sin embargo lo que pudieron ver los judíos y soldados romanos que estuvieron en el Gólgota aquel famoso viernes, incluida su madre María, de belleza estética no tenía absolutamente nada. El espectáculo de un cuerpo humano crucificado es simplemente espeluznante. Es por eso que entre los primeros cristianos, el símbolo con el cual se identificaban no era precisamente la cruz, como ocurre entre nosotros, sino el símbolo de pez. Las letras de la palabra pez en griego (IXΘYS)coinciden con las iniciales de «Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador». Para aquellas generaciones la cruz era un símbolo que provocaba rechazo instintivo. Tal como sería para nosotros la representación de un ahorcado, por ejemplo.

Todas estas consideraciones son las que nos pueden llevar a una comprensión de cuál es efectivamente el plan y estrategia de Dios en su proyecto de salvar el mundo. Una total contradicción con todos los valores apreciados por la sociedad mundana. Este es el sentido y razón de ser de la muerte de Jesús, juzgado injustamente, y ejecutado en la cruz. Es lo que el propio Jesús intentó hacerle comprender a Pilatos, sin conseguirlo. «Efectivamente soy rey, pero mi reino no es de este mundo». Es de otra manera completamente distinta. La Semana Santa es algo más que unas minivacaciones de primavera. Es la ocasión de contraponer las motivaciones y aspiraciones que fundamentan nuestra conducta, con el proyecto de Dios sobre nuestra propia vida y sobre la estructura social. Jesús resumió su proyecto en un eslogan que repitió numerosas veces «El Reino de Dios». Un Reino que no se parece nada a los reinos del poder y la riqueza que construimos los hombres.

* Profesor jesuita